
Cada correo electrónico almacenado, cada foto subida a la nube, cada vídeo reproducido miles de veces implica un flujo constante de energía
La contaminación planetaria no es solo la que vemos en los vertederos de basura -algunos rebosantes de plásticos, desechos de alimentos y ropa usada- y en los depósitos de desechos tecnológicos. También hay otra contaminación que no vemos ni tocamos y muchas veces ignoramos, la digital, que igualmente deja una huella importante en el medio ambiente
En el día a día hacemos clic, enviamos archivos, realizamos videollamadas, vemos una película en streaming, pedimos citas. Todo fluye a nuestro ritmo y, sin embargo, algo queda. Esas marcas silenciosas (las trazas) se acumulan como huellas en la arena. Metadatos que cuentan el recorrido de un documento, historiales de navegación que revelan intereses y geolocalizaciones que dibujan nuestras rutinas.
Los móviles y portátiles amplifican el fenómeno: llevan sensores y aplicaciones que, con permisos laxos, acceden a contactos, cámara, micrófono o ubicación. Esto forma parte de nuestra cotidianidad digital. El trabajo, la educación, el ocio y las relaciones personales se sostienen en buena medida sobre una infraestructura invisible de servidores, cables, centros de datos y redes de transmisión. Todo ello requiere electricidad.
Según la Agencia Internacional de la Energía, los centros de datos y las redes digitales representan cerca del 1% de las emisiones de gases de efecto invernadero vinculadas al consumo energético. Algunos estudios lo amplían al 3% o 4% si se considera el conjunto del ecosistema digital, incluyendo dispositivos, producción de hardware y servicios en línea.
Tras los pasos de la huella digital
El universo digital emite tantas emisiones contaminantes como la aviación mundial. Cada terabyte de datos transmitidos tiene un impacto ambiental asociado que no siempre es evidente, reseña Sostenibles, un grupo de expertos que trabaja por un nuevo liderazgo colectivo que contribuya a una nueva mirada al presente y al futuro con la sostenibilidad.
La idea de que “lo virtual” es inmaterial no es cierto. La huella digital tiene peso. Cada correo electrónico almacenado, cada foto subida a la nube, cada vídeo reproducido miles de veces implica un flujo constante de energía. E incluso cookies, dirección IP, páginas visitadas, compras y búsquedas realizadas. Los gigantescos centros de datos que permiten la existencia del mundo en línea deben mantenerse refrigerados día y noche. Un proceso que consume energía y agua, con repercusiones ambientales significativas, y cuya demanda crece al ritmo de la digitalización global.
La mayor parte de las personas desconoce el coste energético de sus acciones digitales. No se piensa en el impacto de mantener cientos de gigabytes de archivos personales en servidores remotos. Ni en la diferencia de consumo entre ver una serie en alta definición o en resolución estándar. La facilidad de acceso y la velocidad de los servicios digitales han borrado la sensación de límite: la nube parece infinita, pero detrás de esa metáfora hay recursos materiales muy concretos, cita el artículo.
También las empresas reproducen dinámicas de sobreproducción y acumulación de datos. Los llamados “datos oscuros” —aquellos que se almacenan pero no se utilizan— ocupan aproximadamente la mitad de la información guardada en los centros de datos del mundo. Mantenerlos requiere energía y un coste ambiental. De allí, que una parte considerable de la huella digital global corresponde a información que no sirve.
Reducir, reutilizar y reciclar
Teniendo en cuenta el impacto de la huella digital que cada uno de nosotros aporta, resulta interesante detenernos y reflexionar. Pensar en sostenibilidad digital implica ampliar el marco de lo que entendemos por consumo responsable. Implica además, incluir la gestión de nuestros hábitos tecnológicos dentro de la conversación sobre el cambio climático.
Así como existe una concienciación sobre reducir, reutilizar y reciclar desperdicios en el plano físico, también en el plano digital deberíamos aprender a limpiar, optimizar y limitar. Borrar archivos innecesarios, desactivar la cámara en una reunión cuando no es esencial, moderar la calidad del vídeo en las plataformas de entretenimiento, cerrar pestañas o aplicaciones que no usamos, e incluso mantener los dispositivos durante más años y reemplazarlos por aparatos reacondicionados.
Son acciones individuales que, multiplicadas, pueden tener un efecto real sobre el impacto ambiental de nuestra actividad digital.
Lo digital no es ajeno a la sostenibilidad; de hecho, puede ser un poderoso aliado si se utiliza con criterio, recoge Sostenibles. Las tecnologías de comunicación permiten evitar desplazamientos, optimizar recursos, compartir conocimiento y reducir desperdicios. Pero si no se controlan los excesos de consumo y acumulación, su impacto positivo puede diluirse. Cada innovación que promete eficiencia energética o ahorro de materiales debería venir acompañada de una reflexión sobre el uso que hacemos de ella y sus repercusiones ambientales. El progreso tecnológico, sin cultura de responsabilidad, se vuelve insostenible.
No basta con enseñar a reciclar o a apagar las luces. Hay que aprender también a gestionar el tiempo de pantalla, la frecuencia con que se actualizan los dispositivos o la cantidad de datos que se almacenan sin propósito. El reto es cultural y técnico. Requiere entender que el clic, aunque intangible, tiene consecuencias sobre el consumo de energía.
Conectados con conciencia
En estos tiempos resulta torpe culpabilizar a quienes envían un correo o disfrutar de una película en línea. El objetivo no es renunciar a la tecnología, sino usarla con inteligencia. Si cada persona asumiera un pequeño grado de conciencia sobre su huella digital, el impacto global sería considerable. El consumo energético asociado a internet crecería a un ritmo más sostenible, y la innovación podría orientarse a la eficiencia real, no solo a la velocidad o la capacidad de almacenamiento.
Varias páginas webs sugieren para reducir la huella digital aplicar lo siguiente: borrar cuentas inactivas, ajustar la configuración de privacidad en redes sociales y navegadores. Así como limitar el uso de streaming y videollamadas, y desconectar los dispositivos electrónicos. También es importante no compartir información en exceso en redes sociales y revisar y eliminar datos innecesarios periódicamente.
El futuro sostenible no pasa únicamente por paneles solares, bicicletas o bolsas reutilizables. También pasa por un nuevo tipo de sobriedad: la sobriedad digital. Un uso más consciente de la tecnología, donde el valor no se mide en cantidad de datos generados sino en calidad, utilidad y necesidad. Un mundo verdaderamente sostenible no será sólo más verde, sino también más ligero en su huella digital y en su impacto ambiental.
Cambio16



